¿QUÉ ES LA JUSTICIA?*
Jacques Poulain,
Universidad de Paris 8
Traducción
Emma Rodríguez Camacho
Universidad del Valle - Colombia
emma.rodriguez@correounivalle.edu.co
* Traducido por Emma Rodriguez Camacho, Profesora de la Escuela de Ciencias del Lenguaje de la Universidad del Valle.
Conferencia dictada el día 8 de junio del año 2012, en el Auditorio Germán Colmenares, Facultad de Humanidades.
1. La conciencia contemporánea de injusticia y el reto que plantea
El retorno de los nacionalismos y las luchas interétnicas durante los años 80 y 90 en Europa y en África, los estallidos de odio racial en Estados Unidos y en África, y también las recaídas más recientes en los fundamentalismos religiosos o políticos no son más que un intento irracional por absolutizar la nación, la raza, el Estado o la religión con el fin de dominar las crisis de injusticias económicas y sociales mediante la magia del consenso, que sirva como garante para la existencia de los pueblos. Las instituciones jurídicas, morales y políticas heredadas de la modernidad resultan impotentes a la hora de detener esta recaída en una especie de totemismo arcaico. Este repunte hace desaparecer la razón destruyendo la confianza en ella y en su poder para hacer reinar la justicia y la libertad ya que es tan radical que ignora los consejos y amenazas que se dan a los beligerantes y condena los acuerdos a los que se les obliga a cumplir, a no existir sino en papel.
De un momento a otro aparecieron los límites del propio concepto de justicia que sostenía la fe moderna en un progreso histórico y social. La convicción de poder transformar al hombre directamente con el fin de acercarlo a las condiciones sociales garantizando una perfecta distribución de derechos, de deberes y de bienes, demuestra que se fundamenta en una proyección de ideales sociales, de exigencias de reciprocidad inherentes a la comunicación y a las condiciones de acceso para una comprensión y un entendimiento mutuos perfectamente transparentes entre sí.
Contraria a las expectativas y a la convicción que habían hecho de la presuposición de transparencia comunicativa total el non plus ultra de la conciencia del sentido de la historia, la conciencia consensual sería tan confusa como la conciencia de los individuos participantes en la explosión de este consenso. La conciencia de injusticia se mostraría tan poco fundamentada para hacer valer incondicionalmente sus derechos como la conciencia de justicia, que se presupone debería legitimar las programaciones de la evolución social. Porque lo que resultaría cada vez más dudoso, sería la justeza de esta fascinación colectiva ejercida por el ideal de justicia. ¿No se cometió acaso respecto a la humanidad la mayor injusticia que se pueda cometer en su espacio cuando se secularizó su ideal de salvación, cuando se transformó en instancia de felicidad social el juicio moral por el cual cada uno debería reconocerse feliz por ser feliz: feliz de ver su conciencia de felicidad en armonía con la felicidad que le había merecido la realización de sus deberes y de sus roles sociales? Este encadenamiento de cada quien con los deseos de todos, para legitimarse, ¿no presupone un saber colectivo sobre las necesidades, las normas y la felicidad, un saber compartido por todos, pero un saber que nadie podría poseer?
Si este saber colectivo no existe, lo único que persiste es la conciencia generalizada de injusticia que se siente respecto de la propia historia. Este encadenamiento de todos a la acción se revelaría como una esclavitud colectiva a una percepción que se suponía común del mundo, llamada ciencia, a una distribución ciega de las tareas y de los roles sociales, así como a la búsqueda de acciones consumatorias, privadas o colectivas, establecidas de manera arbitraria. La idea misma de justicia hubiera sido siempre, y estaría condenada a no ser más que un medio ideológico de encadenamiento mutuo a la construcción de un hombre encadenado por sí mismo a sí mismo. La humanidad hubiera pagado su fe en la historia mediante el sacrificio de su libertad a este ideal de encadenamiento mutuo: por una heteronomía que, antes que afectar la acción, la percepción y la felicidad que allí se encuentran, se hubiera enfrentado al pensamiento mismo. Esta heteronomía de pensamiento habría obligado así a cada uno a someter su juicio a los prejuicios teóricos y prácticos de la comunidad, así como a sus hábitos consumatorios.
Este fracaso masivo de la razón política y la repetición de estos infortunios de civilización, que se consideraban insuperables, ¿obligan a descartar por irracional la voluntad moderna de racionalizar las relaciones de fuerza realizando un ideal de justicia en el respeto de la autonomía de los individuos y de los grupos?, ¿es suficiente que se organice oportunamente el recurso internacional con el poder militar de los estados-naciones para neutralizar cualquier violencia inter-étnica o comunitaria? ¿Es suficiente con imponer mediante reglamentos jurídicos adecuados una coexistencia pacífica entre las clases sociales y las razas, así como una limitación al derecho de inmigración? o ¿acaso invitan a cada uno a juzgar de otra manera sus condiciones sociales de existencia? ¿a abandonar el sueño moderno de transformarse directamente en un ser conforme a sus ideales racionales como si fuera un cuerpo de deseos irracionales e injustos como para ser dominados por el espíritu, como si el hombre fuera para sí mismo el enemigo que cada uno tiene que combatir en sí mismo? ¿Se debe abandonar esta voluntad de poder racional heredada por la filosofía moderna de las religiones de los dioses soberanos? Los fenómenos nacionalistas, racistas y fundamentalistas, ¿no son acaso testimonio efectivo de que la imagen del hombre moderno era falsa por cuanto obligaba a este último a luchar contra sus deseos y a tratar de dominarse a sí mismo en lugar de juzgar la objetividad de sus deseos?
El concepto de justicia distributiva en el que se basan las instituciones jurídicas y políticas norteamericana y europeas es prestado de un modelo de retribución equitativa en el intercambio, concebido sobre el paradigma del intercambio comunicativo y a imagen del contrato entre sujetos voluntarios y libres. Cuando se quiere realizar de manera visible el ideal de justicia social regida por el contrato, es cuando precisamente aparecen las insuficiencias de la noción de compromiso mutuo en el carácter a la vez ineluctable e irracional de las reivindicaciones que conlleva implícito su fracaso. La reducción de asuntos de justicia a asuntos formales de procedimiento, es un efecto interno al modelo antropológico que subyace al concepto moderno de sujeto, que no logra reconocerse como tal y libre sino cuando somete sus relaciones de apropiación del mundo, de sí mismo y de los demás, a la aprobación del otro, en el contexto de una satisfacción mutua y proporcional de los derechos y de los deberes. Esta tentativa de regulación de la apropiación de sus acciones y de sus bienes por parte de los individuos y de los grupos aparece siempre en sus resultados tan arbitrarios como el deseo individual que ésta pretende reglamentar. La invocación del consenso como autoridad trascendente a los individuos, preconizada por las teorías contemporáneas de la justicia de Rawls y de Habermas, no es una excepción a la regla. En lugar de ver ahí una solución, se debe aceptar y reconocer que las teorías contractualistas y consensualistas han producido los obstáculos ético-políticos a los que pretenden escapar.
El reto que se abre en el interior de esta catástrofe cultural es despejar el espacio de pensamiento de una tercera vía y hacer aparecer la falsedad de las imágenes de hombre que habían dado a esta justicia la apariencia de constituir el único placebo secularizado de la salvación que se haya podido creer válido. Es importante reconocer detrás del fracaso de la idea moderna de la justicia el origen de esta autonomía: la facultad de juzgar de cada uno y de todos para devolverle toda la fuerza que la impostura de los Estados, de las naciones, de las religiones y de los pueblos se han dedicado a opacar. ¿No es acaso esta facultad de juicio de las condiciones de vida lo que ha creado el espacio público de la existencia de todos? ¿Acaso no es el compartir esta facultad de juicio lo que compele a discernir, detrás de esta injusticia fundamental que estalla en el despunte de la globalización económica y que es inherente al concepto mismo de justicia, las condiciones reales de justicia que siempre han permitido superar las condiciones sociales e históricas de la injusticia? ¿No es acaso el compartir político del juicio el que parece haber prevenido siempre esta insuficiencia del ideal de justicia?
2. La aplicación contemporánea del ideal moderno de justicia y la manifestación de sus limitaciones
Emblema del nuevo desorden mundial así como del antiguo, la globalización exhibe, sin poder ocultarlas, las dificultades de una reestructuración de la sociedad que busca hacer respetar la justicia para regular las relaciones de distribución proporcional de las tareas y de los bienes sobre la única base de una ética de la solidaridad, de la responsabilidad y del mutuo acuerdo. El modelo liberal, defendido por J. Rawls desde 1973, pareció suficiente para cumplir esta tarea. Este se contenta con condicionar el acceso a la equidad de la distribución de los bienes, mediante un libre acceso a los roles sociales, concedido a todos los agentes sociales, reconocidos como iguales en derecho. Su aplicación interna en los Estados o en las relaciones entre Estados ha tropezado y tropieza aún, como se sabe, con la desigualdad de las competencias, que por afán de eficacia, descalifica por adelantado a los desfavorecidos y a la mayoría de agentes sociales de los países en vía de desarrollo. La libre empresa, según parece, sólo ha tenido un efecto desastroso a los ojos de quienes provenían de los "Estados-providencia" coloniales: el de espoliarlos de sus derechos sociales. La imposibilidad para agrupar ex nihilo los fondos y las competencias necesarias para la instauración y desarrollo del sistema de libre empresa, manifiesta abiertamente la dinámica de exclusión de los desfavorecidos, inherente al sistema liberal, que se traiciona en nuestros días en todos los países del mundo, por la negación de sus derechos sociales.
De nada sirve en efecto, que los derechos del hombre estén inscritos en la constitución de casi todos los países del mundo, de nada sirve que parezcan situarse por encima de las relaciones de fuerza política, el ejercicio mismo de estos derechos se ha manifestado cada vez más tributario de la capacidad real de los Estados para imponerse como árbitro entre las fuerzas políticas y las corporaciones multinacionales. A medida que la experimentación económica internacional ha tomado la delantera sobre la regulación política de las relaciones económicas, a los Estados se les ha vuelto casi imposible compensar las desigualdades reforzadas o engendradas por esta experimentación, guiada por la exigencia única de rentabilidad. Al rechazar al mayor número de los agentes sociales el acceso a la seguridad social, a los subsidios de desempleo, privando el máximo de ciudadanos de los medios para darse una educación y acceder a una vivienda, se ha producido un máximo de no-ciudadanos, de hombres privados del ejercicio real de sus derechos civiles y cívicos. La real dinámica capitalista de esclavitud mostró tener la última palabra a pesar de las pretensiones liberales para afirmar la igualdad de cada uno en el respeto de su libertad de opinión y en el horizonte de una solidaridad fraternal. ¿Cómo instaurar en estas condiciones las bases de un Estado de derecho liberal y al mismo tiempo justificar, desde un punto de vista teórico, esta forma de organización político-económica como la única capaz de funcionar en beneficio de los más desfavorecidos, como lo desea Rawls? ¿Bastará con descubrir hoy la dinámica de autofalsificación del liberalismo para extraer el antídoto? La alternativa al modelo social americano, presentado por J. Habermas, se construye sobre la idea de que el capitalismo avanzado no puede llevar sino a otro callejón sin salida: a la pauperización de las clases más desfavorecidas y al refuerzo, por la exclusión cívica, de la asimetría social. Para evitarlo, Habermas propone sustituir las relaciones de fuerza inscritas en las estructuras económicas del capitalismo por la dinámica de comunicación que ya existe en el corazón de los mecanismos económicos de la oferta y la demanda, pero que es ineficaz por la simple razón que su poder de crítica social se ve neutralizado de entrada por la política liberal y la coaliciones de intereses que ésta deja prosperar. Una verdadera dinámica social de la comunicación exigiría en efecto, no sólo un acceso igualitario a los roles sociales sino también la igualdad de todos en la formulación de la ley, garantizada por la apertura de una discusión pública sobre las necesidades y las normas.
Ante la desconfianza generalizada que inspiran las leyes políticas, sería necesario dar una legitimidad a las antiguas y nuevas normas en las que el hombre contemporáneo puede reconocerse: motivando de nuevo su adhesión a éstas, pero esta vez de manera racional. Si se tiene el cuidado de rodear el debate público de garantías que permitan asegurar a cada uno una libertad total respecto a las presiones externas que habitualmente pesan sobre la comunicación, se puede tomar como regla que regule este debate, la ley de someterse sólo a la fuerza del mejor argumento. Únicamente esta fuerza del mejor argumento podría situar este debate como se debe: por encima de la mezcla de intereses privados o colectivos y de relaciones de fuerza capitalistas. Ella sola sería digna de hacer la ley estableciendo una relación de proporcionalidad justa entre los derechos, las tareas y el bienestar social e individual accesibles a cada uno.
La sumisión al mejor argumento en la búsqueda de las necesidades universales y de las normas universalizables, debe atestiguar en la discusión que se trata bien de necesidades y de normas que todos resienten como objetivos y comunes, como esenciales a los hombres, e independientes de los deseos que tienen algunos de hacerlas reconocer como tales por parte de los demás. El otorgamiento igualitario a cada uno de la libertad autárquica para desempeñar todos los roles sociales y también todos los roles de la argumentación en esta discusión pública, se supone que garantiza tanto como se pueda, los resultados a los que se aspira: se presume que esto garantiza a todos la posibilidad de identificar las necesidades y las normas que hacen autónomo a cada uno.
Bastaría con reconocer que esta dinámica argumentativa puede implantarse o ya está presente en los diferentes espacios públicos que nutren el espacio público político a través de las instituciones que la Constitución de un país habilita para formar la opinión pública, como por ejemplo los parlamentos, los tribunales y las administraciones:1 se tomaría entonces conciencia de que ya se vive en el seno de una democracia deliberativa que sólo pone en práctica aquello sobre lo cual se han pronunciado estos espacios de comunicación que rodean y guían el ejercicio del poder.
¿Puede esta terapia legisladora de la mutua alienación y de la injusticia social lograr sus fines en democracias que en todas partes están dominadas por la hegemonía del mercado? Difícilmente! Pues aunque ello frene la negación liberal que los teóricos de la justicia liberal oponen al reconocimiento de la pauperización y de la alienación social capitalistas, el mimo argumentativo de la crisis de orientación social o de la comunicación que ocurre en los parlamentos, los tribunales y las administraciones, lo que efectivamente hace es transferir la politización de la vida social al espacio de discusión donde ya tiene lugar la reflexión de mutua justificación de los individuos unos respecto de otros: allí donde juzgan responder o no a sus expectativas mutuas y donde juzgan si las normas son o no son apropiadas a estas expectativas.
Tal como se da, por la fuerza indisponible del mejor argumento, el nuevo consenso regulador obtenido es sentido como el lugar de una gratificación retórica colectiva en donde se ha transmitido por arte de magia la convicción ligada a este mejor argumento, sin que se puedan distinguir la objetividad del juicio colectivo por una parte, y por otra, las presiones institucionales o las de mercado que se mantienen en segundo plano en esta discusión. La autarquía argumentativa que se experimenta no podría, entonces, producir por arte de magia ninguna certeza objetiva que haga referencia a la objetividad de la autonomía que con tanto fervor se desea alcanzar.
Y la autonomía colectiva que disfrutamos como despliegue público de una competencia cognitiva, aparece siempre como una amenaza a la autonomía privada de los individuos, puesto que parece determinada por coacciones encubiertas de intereses, individuales o colectivos. El sentimiento comunitario de acuerdo colectivo que cada uno experimenta como exigencia ética incondicional (bajo la forma del Sollen, bajo la forma del imperativo categórico que preside la experimentación comunicacional de sí mismo y del otro), como "patriotismo constitucional", como "conciencia jurídica auténtica" y como hecho, como consenso político que efectivamente ocurre, se presume en efecto que juzga en el lugar de cada uno la objetividad de las relaciones jurídicas y las experiencias sociales que ahí se objetivan.
El precio por pagar radica en la desorientación de la vida social y política que de allí se deriva. Puesto que el reconocimiento político de la universalidad de las normas se fundamenta en el reconocimiento argumentado de la objetividad de las necesidades sociales reconocidas y de la legalidad de los procedimientos legislativos que se siguen, seguramente sólo aparecen como universales las necesidades primarias manifestadas, relacionadas con los instintos intra-específicos, de consumo, sexuales o defensivos.
Al interior de esta experimentación, sólo aparecen como universalizables y validables por las leyes positivas de los sistemas jurídicos, las normas que reglamentan la satisfacción de estas necesidades primarias, y esto, por el solo hecho de que son dictadas y que deben seguirse de facto. De esta manera todas las demás necesidades se convierten en lugares donde se exacerba la incertidumbre social. Cuando un actor social intenta hacer reconocer como tal una necesidad derivada, una necesidad cultural o un bien culturalmente condicionado, y que luego desea convertirla en norma, es lícito que cualquier otro vea en ello un deseo de dominación, una relación de fuerza asimétrica, incluso un deseo ineluctablemente privado.
Lo que ha puesto de manifiesto la incapacidad que se tenía para aplicar el modelo de justicia de la pragmática universal en el contexto de las Länder, es la ignorancia que habitaba al saber dualista que hacía del hombre "una mixtura de cuerpo y espíritu" y que había ubicado en la base de los sistemas jurídicos, morales y políticos de la modernidad. La distribución de los derechos, de los deberes y de los bienes se hacía allí en el respeto a la esencia espiritual del hombre, con miras a atribuir a cada uno su poder para transformarse a sí mismo directamente disponiendo libremente del saber que supuestamente poseía y que mantenía relaciones necesarias entre seres libres, como si esta libertad pudiera concederse sin tener que juzgar la objetividad de las condiciones de vida inherentes a estas relaciones, como si esta libertad que habitaba el espíritu, en tal caso, la conciencia de estas relaciones, no tuviera más que una función: justificar de una vez por todas la obligación en la que se hallaba cada uno de respetar incondicionalmente los imperativos y las interdicciones asociadas a estos derechos, a estos deberes y a estos bienes mediante la ética social de la solidaridad. La imputación de esta libertad del espíritu garantizaba así la posibilidad de dominar desde el principio, la naturaleza del cuerpo, hostil al espíritu, otorgándole de una vez la capacidad de suspender la hostilidad entre los agentes sociales, para neutralizar desde el comienzo la naturaleza agonística de la "indisociable sociabilidad" (Kant) del hombre, arraigada en sus instintos de defensa y de agresividad. Es este modelo antropológico heredado de Hobbes y también de Kant y de Hegel, que predica una supuesta superioridad del espíritu sobre el cuerpo ignorando olímpicamente de qué manera este espíritu ha podido nacer en este cuerpo, el que aquí se ve rechazado por sí mismo puesto que es necesario reconocer, en ambos casos, que sólo puede producir la refutación de su ideal de justicia.
Estos modelos, en efecto, sólo buscan hacer del hombre un animal de justicia tan bien formado que bastaría con correlacionar la percepción jurídica que tiene de su mundo social, con la conciencia moral infalible que habita su espíritu, para que logre algún día hacer de sí mismo la máquina de justicia perfecta que siempre aspiró ser. Pero este dualismo sólo erige la conciencia moral de cada uno en juez infalible si construye esta última sobre la negación de la posibilidad del otro y de la verdad de los juicios de este último, como si estas dos fueran las únicas amenazas que pueden poner en peligro esta integración perfecta, individual y colectiva, del cuerpo de las pulsiones con el espíritu de justicia. La variación que el modelo de la pragmática universal de Habermas aplica al modelo liberal aquí es menor: consiste en adherir al Tercero Sagrado del consenso, como conciencia argumentativa que anima a la opinión pública, para restaurar en el discurso teórico que se predica, el saber previo que se debe tener del resultado afortunado de la experimentación social del hombre mediante el consenso. De nada le vale sin embargo, mostrar la realización previa del ideal de justicia en la ontología de la comunicación y en la puesta en escena del ejercicio legislador de la opinión pública (imponiendo un respeto generalizado de sus condiciones de autarquía), si es impotente para invertir esta heteronomización de los individuos unos respecto de otros y para inhibir la negación mutua de sus condiciones de existencia, ya que es impotente para derivar de la alternancia de los roles de enunciador y de alocutario que desea hacer respetar, un criterio cualquiera que autorice a distinguir un entendimiento real, de un seudo-consenso.
Puestos a prueba por la realidad, estos dos modelos de justicia parecen, entonces, inevitablemente llevados a neutralizar el poder de juicio crítico que ambos desean promover; a su pesar parecen destinados a reforzar así la injusticia social que tanto desean combatir. En efecto, estos modelos transforman a esta injusticia social en injusticia de pensamiento que afecta a los individuos y a los grupos en el único lugar que imaginaban que aún podían escapar a sus condiciones materiales de alienación: su facultad de juzgar.
Exclusión de los desfavorecidos y puesta en duda de la facultad de juzgar de los demás, provienen de la doble negación que permitía a la conciencia del ideal de justicia complacerse en este ideal y satisfacerse con esta imagen de bienestar social, provista de una fuerza de auto-certificación y de auto-gratificación garantizadas. Al concebir la vida síquica sobre el modelo del politeísmo griego –como un conflicto interno de cada uno con sus deseos; y la vida social, como una lucha entre individuos y entre grupos, meta estabilizada por el contrato social y también por las convenciones jurídicas y políticas–, se presuponía un saber compartido que ponía a cada uno a filtrar entre sus deseos, los que se compartían como necesidades universalizables, y entre las normas, las que obligaban a cada uno a ejecutar todo lo que había que hacer para que todos pudieran disfrutar de un reparto equitativo de los bienes, reglamentado según las competencias y los méritos adquiridos. Se suponía que este reparto y la contemplación de esta equidad abrían el camino al bienestar social y privado haciendo reconocer la justicia que instauraban y salvaguardaban. De esta manera esta justicia era el alfa y omega tanto de la vida síquica como de la vida social, puesto que daba la medida de lo que había que saber, de lo que había que hacer y de la felicidad ética accesible. Ella era el origen, el medio y el fin de la vida humana misma.
El derecho aparecía solamente como lugar de encarnación social de la justicia para dar fuerza de leyes a las relaciones necesarias entre seres libres, reconocidos como tales a través de las relaciones externas y sensibles con las cosas que la inscripción del espíritu en el cuerpo los determinaba a mantener con ellas. De esta manera determinaba las condiciones de la vida humana al aplicarles el saber moral previo que se suponía que el hombre poseía en sí mismo, como ser que debe dominar sus deseos instintivos sometiéndolos al espíritu. Exclusión de los desfavorecidos y captura de la competencia de juzgar de los demás no harían más que proyectar sobre la superficie social la negación de sí como ser de deseo, que transmitía esta concepción moral del hombre y la negación del juicio de otro, de quien se presume también, ser nuestro enemigo, el cual es identificado de antemano, en el neo-darwinismo social del capitalismo, con sus deseos instintivos. La misma institución política se consideraba que sólo podía doblegar lo irracional ante el espíritu, porque era la única que detentaba de manera legítima la violencia, la única habilitada para hacer violencia a esta violencia inscrita "por naturaleza" en las relaciones entre los hombres.
Desprenderse filosóficamente del atractivo que ejerce el ideal de justicia como ideal auto suficiente y que se valida independientemente de su realización, sólo se logra cuando se disocia la idea de justicia de la de derecho, y sustrayendo aquello que autorizaba a hacer del derecho, este deus ex machina, apto para metamorfosear por arte de magia estas relaciones de fuerza "naturales" en relaciones racionales, que obligaban a la justicia a habitar la vida ético política y a falsificarse ahí inexorablemente.
La constitución democrática del Estado de derecho no basta, en efecto, para garantizar que cada uno realice el ideal de justicia y de salvación pública. Sin embargo, es porque se presume que garantiza esta realización, que el otorgamiento jurídico del estatus de ciudadano a todos los actores sociales autoriza de antemano el acceso a una libertad autárquica y al respeto de su igualdad incitando a invocar una solidaridad fraterna para reducir las desigualdades de hecho. El acceso de principio a una libertad autárquica se paga aquí también con el sacrificio del juicio de cada uno, reducido de esta manera a sus roles de portador de deseos y de derechos, así como el de ejecutor de las acciones necesarias para su satisfacción, sin que la distribución de los derechos, de los deberes y de los bienes pueda juzgarse de manera diferente a lo general y de principio, porque los individuos y la vida social no son sino los lugares de aplicación de estos contratos sociales y jurídicos, que se supone llevan en sí este saber de las relaciones necesarias entre seres libres.
El sistema jurídico no se convirtió en propiedad del Estado moderno como Estado de derechos sino hasta cuando planteó la cuestión de su adecuación en relación con el ideal de justicia que pretendía realizar. El asunto de la justicia de leyes acosa al derecho moderno y exige la legitimación permanente de estos cambios. Esta exigencia de legitimación impide al positivismo jurídico de Bentham y de Kelsen triunfar e imponer como única fuente de legitimación, el formalismo puro del poder de auto-legitimación performativa, propio de las declaraciones jurídicas. Si es así, la justicia sólo hace parte del derecho cuando exige que las leyes reconozcan la idea de justicia. Esta exigencia de reconocimiento, a su vez, no es de ninguna manera puramente formal sino que reposa, como lo anota R. Dworkin, sobre la exigencia ética que nutre la creencia en la racionalidad del derecho. Y ella aparece como tal precisamente allí donde la legitimidad de un sistema jurídico muestra carencia, de la misma manera que un sistema científico queda refutado por el caso crítico que viene a falsificarlo. En los casos difíciles (hard cases), la creencia de que existe a pesar de todo, una solución jurídica para los casos insolubles, implica una fe ética en la existencia de una solución justa. La jurisprudencia judicial se basa entonces en una ética judicial muy extraña: ésta obliga al juez a saber al mismo tiempo que existe esta solución que deriva del sistema de leyes y a identificarla. Esta razón ética comprueba, por esta razón, que juzga como razón judicial en acto.
La institucionalización procedimental de la discusión sin impedimentos elogiada por J. Habermas, sólo logra legalizar la moral para transfigurar la exigencia de un saber ético de la naturaleza equitativa del derecho, en propiedad cognitiva a priori de la comunidad de argumentación legisladora y jurídica y a metamorfosear ésta en un Tercero sagrado de la comunicación, incluso en Razón encarnada en su facultad legislativa y judicial, en su aptitud para reconocer infaliblemente las formas jurídicas particulares que debe tomar la justicia.
Todas estas conclusiones jurídicas, éticas y políticas resultantes de la dogmática ética del derecho sólo acuden aquí, de manera evidente, para redoblar el nivel de auto-justificación de las prácticas jurídicas y sus meta-descripciones teóricas, la justificación a priori ya vehiculada por estas prácticas, de la exclusión de los excluidos por incompetencia social, técnica y científica en materia de condiciones de vida. De esta manera no dejan hablar a estos "otros" de la sociedad liberal y los privan, amparándose en todas las reglas de la ética judicial, de cualquier derecho a la disidencia, de su derecho a hacer entender el diagnóstico de injusticia que fundamentan en contra de todo derecho puesto que todo sistema jurídico logra así desde el inicio, someter las relaciones de saber del otro, a la existencia de las relaciones jurídicas de contrato, obligándolos al trueque de su facultad de juzgar a cambio de su facultad de producir. ¿Acaso no deben sentirse conformes con lo que se espera de ellos como fuerzas de producción para tener el derecho de juzgarse y de juzgar a otro de acuerdo o no a lo que la programación democrática de la justicia ha decidido que debía ser?
Es este sacrificio de la facultad de juzgar de los ciudadanos el que se les exige para que tengan el derecho a tener parte en la justicia democrática. En consecuencia, este sacrificio autoriza a su vez, sacrificar la justicia que se presume necesaria para el funcionamiento de la constitución, del poder legislativo y del sistema judicial, a todos aquellos que no logran reconocer ahí sus condiciones justas de vida. Que sea injusto reconocer las injusticias inherentes al derecho, es aquí la única cosa de la que se puede estar seguro y que autoriza a sacrificar a todos aquellos que no están seguros sino de lo contrario, a todas las víctimas del liberalismo pragmático.
Sin embargo, son éstas las que dicen la verdad sobre lo que sucede necesariamente con la justicia que se presume de los sistemas jurídicos, puesto que esta justicia sólo es ética por cuanto se presume que sólo puede engendrar a quienes han aceptado doblegar sus acciones, sus deseos y sus conocimientos, a lo que la legitimidad de los contratos de trabajo permite a todos ser, ya que estos mismos sistemas jurídicos condenan a esta exclusión a priori a quienes se atreven a criticarlos. Este sacrificio del juicio, entonces, sólo obliga, en último análisis, a sacrificar la justicia al funcionamiento político del derecho que nos obliga a juzgar que es justo y honorable vender su fuerza de producción y su juicio para tener parte en la justicia retributiva, garante en última instancia del disfrute de una felicidad por fin proporcional a nuestros méritos.
3. La justicia del juicio o el compartir político de la verdad
No se evita la resignación ante este sacrificio y el destino que parece trazarle a todas las democracias, sino atreviéndose a identificar la democracia con el daño, con el peligro social absoluto que ésta representaba para Platón puesto que se le mezclaban y uniformaban todos los géneros de lo social (guerreros, artesanos y mercaderes). Porque de esta manera se revela el reto que ella representa frente a un Estado que somete a cada uno al sistema de necesidades, de acciones y de servilismos atribuyéndose el monopolio de defender su gestión de la vida social contra cualquier violencia, incluso contra la violencia del juicio de verdad. La democracia revela, en efecto, el secreto político de la justicia: que uno mismo no nace y no es, sino cuando se vuelve libre respecto de este sistema de animalización política. La dimensión pública y política de la vida no tiene otro sentido que el de hacer justicia a esta libertad fundamental que hace del animal que habla, el ser que se preocupa por lo que tiene en común con los demás. De esta manera sólo la vida pública permite a todos reconocerse tan autónomos como son, pues la existencia social sólo se concede a los individuos cuando el derecho a la palabra les es reconocido formalmente y cuando se concede realmente validez al alcance crítico de su juicio, en la vida política de todos los días. La equivocación del Estado y de su gestión de la sumisión de la vida política a la hegemonía del mercado económico, es la de prohibir el reconocimiento mutuo de esta autonomía, así como su producción y el reconocimiento que de allí surge, de la igualdad de todos, unos en relación con otros.
Sólo este reconocimiento público y mutuo de su libertad hace sin embargo de ésta, la propiedad de todos y les autoriza a poner ahí su realidad, y de esta manera concede a la fuerza trascendental del lenguaje su anclaje político haciendo de esta libertad la realidad social en la que ellos se reconocen mutuamente. No necesitan, entonces, estar asegurándose permanentemente de esta libertad al igual que los científicos tratan de asegurarse de sus conocimientos: calibrándola continuamente como esclavitud o como liberación frente a las necesidades, a los deseos y a las normas en los que se reconocen, puesto que esta libertad se plantea de entrada como lo que el uso del lenguaje de cada uno le permite ser a través de sus palabras, sus conocimientos, sus acciones, sus deseos y su felicidad.
En consecuencia, esta libertad no es una propiedad mágica de todos, que se les aseguraría de antemano mediante el reconocimiento que, como ciudadanos, hacen de la especificidad de lo político y de su realidad pública, sino que es indisociable de los acontecimientos de reconocimiento de verdad que allí ocurren. Aún si compartir este juicio de verdad a través de los agentes sociales ocurre diariamente, necesita ser reconocido como tal para validar tanto los conocimientos, las acciones y los deseos de unos y otros, como el reconocimiento público de esta verdad. Esta se contenta con dar a los efectos de conciencia de verdad, la posibilidad de existir públicamente como lo que la existencia política permite a cada uno asumir libremente, obligándolo asimismo a asumirla libremente, pues ninguna experiencia diferente, ya fuera la de la identificación con el Estado, con el consenso o con el derecho, no podría desempeñar este rol.
Se necesita una vez más, que este tránsito de verdad se parezca él a él mismo, reemplazando una política estatal de la voluntad, por las exigencias y la operatividad de una política del juicio. No podríamos apropiarnos de una vez por todas de las condiciones de apercepción de esta realidad y las condiciones del libre ejercicio de esta recognición en la verdad de los juicios de la misma manera como el derecho estatal busca apropiarse de una vez por todas de las condiciones históricas de instauración y de salvaguarda de la justicia social. Los problemas de justicia son perceptibles como tales por el juicio común que se hace sobre la alegría común o sobre el sufrimiento común que acompaña el compartir. Ellos mismos no adquieren realidad determinante ni el poder para determinar esta realidad de intercambio como justicia o injusticia, como servilismo o como liberación, que cuando transforman esta apercepción del sufrimiento común de injusticia, en recognición de las relaciones sociales y públicas que permiten sustituir a este sentimiento de injusticia, la recognición de las relaciones públicas reales que condicionan la vida pública y el goce real de la libertad individual y colectiva. A la política del control social y al sentimiento de lo sublime que la idea de justicia evoca y que señala la incapacidad de todos para someterse a la indiferencia judicial y estatal así como a la mutua apatía, se hace necesario, como lo afirma D. Howard, sustituir explícitamente una política del juicio que se quiera explícita y políticamente, una política que comparte la verdad, apta para realizar en el campo de la acción y del deseo la revolución copernicana que Kant afirmaba que se había realizado en las ciencias físicas de la "naturaleza visible". Pues la justicia retributiva de verdad ya está presente en cualquier intercambio de comunicación como se reconoce que está en cualquier teoría, y por ello condiciona, tanto una concepción verdadera de la justicia como al hecho de compartir esta concepción y también su realización.
Es sólo a este precio que lograremos sustituir una solidaridad afectiva y el sometimiento dictado por los intereses neoliberales, por una solidaridad del juicio, una solidaridad intelectual que ya no reposa en una distribución asimétrica del trabajo intelectual y del trabajo corporal, sino que distribuye a cada uno los resultados de este juicio de verdad, lo que le permite asumir su participación política en la vida social en el horizonte de su autonomía teórica, y también reconocer la autonomía de juicio del que disfrutan sus agentes sociales aceptando compartir políticamente la verdad de sus juicios.
Pie de página
1Véase Habermas, J. Droit et Morale. (Tanner Lectures, 1986) Seuil, Paris, 1997.